LA HISTORIA DE MI VIDA
Edgardo
R Malaspina G
En
mi primera juventud o, tal vez, al final de mi infancia, leí sobre Helen Keller
(1880-1968), una sordomuda estadounidense que llegó a superar sus problemas de
salud y se convirtió en escritora y
conferencista, gracias a su constancia y disciplina. Desde entonces he admirado
a esta inteligente y valiente mujer; y la tengo como gran símbolo de la
resiliencia.
1
Es
con cierto temor que comienzo a escribir la historia de mi vida. Me invade una
como supersticiosa vacilación, al alzar el velo que cubre mi infancia como una
niebla áurea. La tarea de escribir una autobiografía es difícil. Cuando intento
establecer una clasificación de mis impresiones primeras, me encuentro con que
la realidad y la fantasía guardan estrecha semejanza a lo largo de los años que
ligan el pasado con el presente.
2
Entonces,
en el melancólico mes de febrero, vino la enfermedad que cerro mis ojos y mis
oídos, sumergiéndome en la inconsciencia de un recién nacido. Decían que era
una congestión aguda del estómago y el cerebro. El médico creyó que no
sobreviviría. No obstante, una mañana, temprano aún, la fiebre me abandono tan
súbita y misteriosamente como había venido. Gran regocijo reinó en la familia
esa mañana, pero nadie, ni aun el galeno, supo que yo no podría ver ni oír jamás.
3
La
lectura manual es mucho más lenta, y caigo en incertidumbres que ellas no
conocen. Hay dias que en la atención constante que debo prestar a los detalles
me provoca una gran irritación, y el saber que debo pasar horas leyendo unos
pocos capítulos, mientras que en el mundo exterior otros jóvenes ríen, cantan y
danzan, me rebela; pero pronto recobro mi alegría, y desalojo riendo el
descontento de mi corazón. Porque, después de todo, aquel que desea ganar el
verdadero conocimiento debe escalar el Cerro de la Dificultad a solas, y desde
que hay camino real para la cumbre, es forzoso seguir el zigzag de nuestra
propia ruta. Me deslizo hacia atrás muchas veces, caigo, me detengo, y vuelvo a
arrojarme contra las aristas de los obstáculos ocultos; pierdo la paciencia y
la vuelvo a encontrar; y la guardo mejor; avanzo penosamente; gano un poco de
terreno, me animo, ansío llegar y subo más y más alto, y comienzo a ver el
horizonte que se dilata. Cada batalla es una victoria. Un esfuerzo más y
alcanzo la nube luminosa, las azules profundidades del cielo, las lejanas e
interiores regiones de mi deseo.
4
Por
medio de la filosofía obtenemos la comprensión de las tradiciones de las épocas
más remotas, y de otras modalidades de pensamiento que hasta conocerlas me parecían
extrañas e irracionales.
5
Mientras
mi permanencia en Radcliffe fue solo cosa futura e imaginada, la rodee de un
halo romántico, que ha perdido; pero en la transición de lo romántico a lo real
he aprendido muchas cosas que no hubiera sabido nunca, a no ser por ese
experimento. Uno de ellos es la preciosa ciencia de la paciencia, que nos
enseña que debemos encarar nuestra educación como un paseo campestre,
pausadamente, ofreciendo en nuestro entendimiento abierta hospitalidad a toda
suerte de impresiones. Tal conocimiento inunda al alma invisible con una marea
de pensamientos que profundizan nuestros conceptos. El conocimiento es poder.
6
A
partir de El Pequeño Lord Fauntlero y comienza mi verdadero interés por los
libros. En el transcurso de los dos años siguientes leí muchos en casa y
durante mis visitas a Boston. No puedo recordar los nombres de todos, ni el
orden en que los lei, pero si que entre ellos se hallaban los Héroes griegos,
las Fábulas, de La Fontaine; el Libro de las maravillas, de Hawthorne;
Historias de la Biblia, los Cuentos de Shakespeare, de Lamb; Pequeña Historia
de Inglaterra, de Dickens; Las noches árabes, La familia suiza Robinson,
Robinson Crusoe, Mujercitas y Heidi, un hermoso cuentecito que leí luego en
alemán.
7
Mi
mente fue iluminada natural y alegremente por la concepción de la antigüedad.
Grecia, la antigua Grecia, ejercía sobre mí una misteriosa fascinación. En mi
fantasía, las diosas y los dioses paganos, deambulaban aún sobre la tierra y
hablaban con los mortales cara a cara, y en mi corazón consagraba secretos
altares a aquellos a quienes más amaba. Conocía y veneraba a toda la corte de
ninfas, héroes y semidioses; es decir, no a todos, porque la gula y la crueldad
de Medea eran demasiado monstruosas para echarlas al olvido. Solía cavilar
inquiriendo la razón que tendrán los dioses para permitirles hacer el mal y
castigarles luego. Y el misterio queda aún por resolver.
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